No es una foto bonita. Tampoco la calle retratada es especialmente agraciada. Aunque a decir verdad, no es de las más feas de la ciudad. Digamos que es una calle estándar. Como la foto.
No conozco la fecha en la que fue inaugurada, pero tampoco es algo que me importe demasiado, lo único oficial que se de ella es que lleva el nombre de un cardenal que en su día fue inquisidor general de Castilla, algo que no la hace especialmente atractiva. El resto de lo que se de ella son vivencias propias.
¿Cuántas veces habré pasado por ella? ¿300? ¿500? ¿Quizá más? Soy capaz de recordarla al detalle con los ojos cerrados: el hospital a la derecha, con sus cabezas perpetuamente asomadas a las ventanas y vigilando mis pasos sea la hora que sea (quizá añorando poder salir a andar por esa calle que en esos momentos maldigo por ser tan larga); el instituto a la izquierda, que en su día fue de los más esplendorosos de la capital, pero que hoy en día reúne a gentes de todo tipo y condición. A lo largo de toda la acera los árboles, frondosos a un lado intentando esconder el feo hospital, y al otro famélicos, que parecen pedir perdón por molestar entre tanto coche y alquitrán. Tres carrilles –uno de ida sólo para autobuses y dos de vuelta- que invitan a volver pero no a ir. Los bancos, siempre vacíos, rogando que algún jubilado los use para tomar el sol, un niño para atarse los cordones, o una adolescente para apoyar sus libros mientras se besa con su novio.
Ahora que me paro a pensar (vaya lo que da de sí pensar), recuerdo que hace unos años en vez de esa verja había unos vestuarios y unas piscinas cubiertas totalmente abandonadas, en las que a lo mejor se baño en su juventud ese señor que veo ahora en la acera a lo lejos arrastrando sus pies. Un buen día sin embargo dejaron paso a una especie de jardín para ampliar el patio del instituto, volatilizándose los recuerdos y secretos que encerraban esas paredes. “Cómo pasa el tiempo”, pensará el señor de los pies arrastrados.
Quizá dentro de unos años sea yo el señor que arrastra los pies, y un joven que no tenga nada que hacer me fotografíe por detrás mientras deshago las pisadas que tantas veces hice en mi por entonces desaparecida juventud. Porque esa calle es testigo de muchas de las cosas que me han pasado estos años, que quedarán escondidas entre los adoquines rojos hasta que el color rojo pase de moda y desaparezcan, como hace un tiempo lo hicieron los vestuarios.
El primer día que la recorrí fue la tarde del 30 de septiembre del 2005. No hacía frío, tampoco especial calor, y el viento jugueteaba con las primeras hojas que ya estaban por el suelo. Y porque no decirlo, lloré. Lloré porque mi vida de instituto se había acabado finalmente, porque mi casa ahora sólo sería un lugar en el que pasaría 3 meses al año. Porque mis amigos estaban lejos. Porque tenía ganas, porque nadie me conocía, y porque a nadie iba a dar pena. Porque no sabía si estaba en el punto al que quería llegar.
Desde entonces y hasta hoy, la atravieso todos los días para ir a la facultad, salvo cuando me salto la rutina y me doy una vuelta por otras calles, incluso por aquellas que no conozco y llego tarde a primera hora, o directamente llego a segunda. La mayoría de las veces la recorro andando, pero a veces la veo desde las ventanas de la línea 2. Porque hace frío, porque hace calor, porque llueve, porque hace viento, o porque tengo el día vago.
A veces voy relajado y fijándome en las caras de la gente dentro de los coches; otras –la mayoría- andando rápido porque quedan 5 minutos para que empiece la clase; otras, cuando me dirijo a hacer un examen, muerto de miedo; y otras, cuando salgo por la noche, deseoso de llegar al lugar de la cita con los amigos. A la vuelta hago mis cálculos sobre qué nos pondrán de comer en la residencia, pienso en las preguntas que no supe contestar en el examen, en lo que voy a hacer el fin de semana, o simplemente no pienso y me concentro en no caerme del sueño, frío y borrachera.
En fin, una calle como cualquier otra en un mapa para un turista, y para mí hasta hace dos años, pero hoy el testigo silencioso de mis pasos, mis progresos, y mis fracasos.
[Ce n’était qu’une rue semblable à cent mille autres. Mais j’en ai fait mon ami, et elle est maintenant unique au monde]
1 comentario:
me suena a una entrada de un fotoloG---- jajajajjaja
me encanta como escribes.
planteate ser periodista.
un bso!
Publicar un comentario